Impresión de destierro 

Fue la pasada primavera, 
hace ahora casi un año 
En un salón del viejo Temple, en Londres, 
Con viejos muebles. Las ventanas daban, 
Tras edificios viejos, a lo lejos, 
Entre la hierba el gris relámpago del río. 
Todo era gris y estaba fatigado 
Igual que el iris de una perla enferma. 

Eran señores viejos, viejas damas, 
En los sombreros plumas polvorientas; 
Un susurro de voces allá por los rincones, 
Junto a mesas con tulipanes amarillos, 
Retratos de familia y teteras vacías. 
La sombra que caía 
Con un olor a gato, 
Despertaba ruidos en cocinas. 

Un hombre silencioso estaba 
Cerca de mí. Veía 
La sombra de su largo perfil algunas veces 
Asomarse abstraído al borde de la taza, 
Con la misma fatiga 
Del muerto que volviera 
Desde la tumba a una fiesta mundana. 

En los labios de alguno, 
Allá por los rincones 
Donde los viejos juntos susurraban, 
Densa como una lágrima cayendo, 
Brotó de pronto una palabra: España. 
Un cansancio sin nombre 
Rodaba en mi cabeza. 
Encendieron las luces. Nos marchamos. 

Tras largas escaleras casi a oscuras 
Me hallé luego en la calle, 
Y mi lado, al volverme, 
Vi otra vez a aquel hombre silencioso, 
Que habló indistinto algo 
Con acento extranjero, 
Un acento de niño en voz envejecida. 

Andando me seguía 
Como si fuera solo bajo un peso invisible, 
Arrastrando la losa de su tumba; 
Mas luego se detuvo. 
«¿España?», dijo. «Un nombre. 
España ha muerto.» Había 
Una súbita esquina en la calleja. 
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.