—Los hombres —dijo el principito— se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo que quieren. . . Entonces se agitan y dan vueltas...
Y añadió:
—¡No vale la pena!...
El pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos pozos son simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y me parecía estar soñando.
—¡Es extraño! —le dije al principito—. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda...
Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta cuando el viento ha dormido mucho.
—¿Oyes? —dijo el principito—. Hemos despertado al pozo y canta. No quería que el principito hiciera el menor esfuerzo y le dije: —Déjame a mí, es demasiado pesado para ti.
Lentamente subí el cubo hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis oídos sonaba aún el canto de la roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.
—Tengo sed de esta agua —dijo el principito—, dame de beber...
¡Comprendí entonces lo que él había buscado!
Levanté el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos cerrados. Todo era bello como una fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el corazón. Cuando yo era niño, las luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi regalo de Navidad.
—Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.
—No lo encuentran nunca —le respondí. —Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua...
—Sin duda, respondí. Y el principito añadió:
—Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.
Yo había bebido y me encontraba bien. La arena, al alba, era color de miel, del que gozaba hasta sentirme dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?
—Es necesario que cumplas tu promesa —dijo dulcemente el principito que nuevamente se había sentado junto a mí.
—¿Qué promesa?
—Ya sabes... el bozal para mi cordero... soy responsable de mi flor.
Saqué del bolsillo mis esbozos de dibujo. El principito los miró y dijo riendo:
—Tus baobabs parecen repollos...
—¡Oh! ¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis baobabs!
—Tu zorro tiene orejas que parecen cuernos; son demasiado largas.
Y volvió a reír.
—Eres injusto, muchachito; yo no sabía dibujar más que boas cerradas y boas abiertas.
—¡Oh, todo se arreglará! —dijo el principito—. Los niños entienden.
Bosquejé, pues, un bozal y se lo alargué con el corazón oprimido:
—Tú tienes proyectos que yo ignoro...
Pero no me respondió.
—¿Sabes? —me dijo—. Mañana hace un año de mi caída en la Tierra...
Y después de un silencio, añadió:
—Caí muy cerca de aquí...
El principito se sonrojó y nuevamente, sin comprender por qué, experimenté una extraña tristeza.
Sin embargo, se me ocurrió preguntar:
—Entonces no te encontré por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos lugares, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al punto de tu caída?
El principito enrojeció nuevamente. Y añadí vacilante.

—¿Quizás por el aniversario?
El principito se ruborizó una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una respuesta afirmativa.
—¡Ah! —le dije— tengo miedo.
Pero él me respondió:
—Tú debes trabajar ahora; vuelve, pues, junto a tu máquina, que yo te espero aquí. Vuelve mañana por la tarde.
Pero yo no estaba tranquilo y me acordaba del zorro. Si se deja uno domesticar, se expone a llorar un poco...